Interesante reflexión de Luis García Montero.
Nuestros demócratas y Chávez. ¿Por qué no se callan?
No quiero hablar de Hugo Chávez. Ya son muchos los artículos
publicados a raíz de su muerte y es previsible que aparezcan muchos más.
Se seguirá hablando durante años de su figura histórica y de su
significado en la política latinoamericana. Así son las cosas.
Prefiero escribir sobre la sensación de vergüenza ajena que me han
despertado algunos comentarios paternalistas sobre Chávez, Venezuela y
el futuro inmediato. En nombre de la Democracia, políticos españoles
importantes han deseado una transición pacífica para la sociedad
venezolana después de la muerte de su líder carismático. ¿En nombre de
la Democracia? ¿Pero en qué país se creen que viven estos paladines de
la cultura occidental que critican a Chávez de forma abierta o le
perdonan la vida de manera piadosa ahora que está muerto?
Si hablamos del presente, no entiendo que un país marcado por la
corrupción y gobernado por un partido bajo sospecha pueda dar lecciones a
nadie. Es muy grave lo que estamos viviendo nosotros. Con la estrategia
del silencio, con ruedas de prensa sin preguntas, con mentiras capaces
de enrojecer a un sargento de caballería, siguen al frente de la
política española personas sospechosas de haber participado en tramas de
corrupción y de haber recibido sobres con dinero negro.
También puede abordarse el asunto desde la perspectiva económica.
Durante el mandato de Chávez se ha reducido la pobreza en Venezuela por
encima del 20 %, según los datos más objetivos. Uno piensa que para eso
debe servir la política en una democracia, para equilibrar la vida de la
gente y hacer que los pobres sean menos pobres. España, como parte de
Europa, vive una situación caracterizada por el asalto de los poderes
financieros a la soberanía popular. Las instituciones políticas quedan
inutilizadas y se someten a los ámbitos de decisión de intereses opacos
que tienen que ver con las exigencias de los bancos y los especuladores.
La acumulación elitista de la riqueza vuelve a ser la norma de
conducta. Y dentro de este asalto especulador que sufre la democracia
europea, España supone un caso extremo. La debilidad cívica que tejió la
Transición y la permanencia de las élites económicas y sociales del
franquismo han facilitado que en poco tiempo se liquiden muchas de las
humildes conquistas conseguidas por la lucha obrera en sus batallas
contra la dictadura. La población española se empobrece, baja el nivel
de vida y suben los índices de miseria y de desnutrición infantil. ¿A
quién le van a dar lecciones de democracia nuestros padres de la patria?
La privatización de la sanidad, la justicia y la educación públicas no
suponen una buena tarjeta de visita para dar consejos democráticos a
nadie.
¿Y si hablamos de populismo? Es que puede opinar sobre el tema, y en
nombre de la seriedad de la razón, un país gobernado por un presidente
como el nuestro. Sin ningún tipo de pudor, ha llegado a declarar que el
cumplimiento de su deber ha consistido en no cumplir sus promesas
electorales. ¿Qué es entonces una campaña electoral? ¿Una convocatoria
de arengas populistas, mentiras, argumentos demagógicos, promesas falsas
y movilización de rencores? El horizonte de la política española se
parece cada vez más a una tertulia de telebasura. Basta para comprobarlo
con seguir las acusaciones y las amenazas del ministro de Economía.
Como una verdulera del corazón, calla las bocas de sus críticos
sugiriendo que los actores, los políticos, los medios del comunicación y
los partidos se acuestan con el fraude fiscal. Y él –que todo lo sabe-
no hace nada por perseguir a los defraudadores y acabar con el
adulterio.
Si hablamos de memoria histórica, no hace falta tampoco entrar en
muchos detalles. Mientras algunos países latinoamericanos, cumpliendo
con el derecho internacional, suspendieron las leyes de punto final para
investigar los crímenes y reparar a las víctimas de sus dictaduras, en
España se ha expulsado de la carrera judicial al magistrado que quiso
amparar a los familiares de los desaparecidos. Fue el mismo juez que
cometió la imprudencia de querer investigar a fondo la corrupción. El
rey de España, que en un arrebato borbónico mandó callar a Hugo Chávez,
es un jefe de Estado que se formó en los brazos de Francisco Franco, que
fue nombrado heredero por un dictador y que ha representado durante
casi cuarenta años a su país sin pasar por las urnas. ¿Se imaginan a un
lugarteniente de Hitler presidiendo en la actualidad al Estado alemán y
mandando callar a un presidente elegido por sus ciudadanos?
El verdadero problema de los demócratas tiene hoy mucho más que ver
con la situación institucional española y europea que con el populismo
latinoamericano. Por eso da vergüenza ajena escuchar algunos
comentarios. ¿Por qué no se callan?
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